RAFAEL CÁRDENAS SALVADOR
Lima | 10 ABR 2025
La tarde que decidí matricularme en el Taller de Crónicas, lo hice imaginando un futuro provechoso. Es el curso que más esperé desde que mi perspectiva hacia el periodismo cambió, tras expandirse en sus horizontes. Admito que lo esperé, infravalorando su posible dificultad.
Con lo primero que me topé fue con un viejo término: “la relación periodista-escritor”, la cual trajo imágenes difuminadas a mi memoria del momento en que decidí cambiar mi pensamiento sobre la carrera. Una semana que no recuerdo, el sueño de ser periodista deportivo quedó borrado, dando ingreso al de los libros y los borradores infinitos: ser un escritor se convertía en mi anhelo. Había decidido, con mi sueño literario, esperar, aprendizajes en el camino, Taller de Crónicas, con una confianza que terminó por traicionarme.
Sentí un nudo en la garganta al tomar en cuenta lo que tardaba en presionar la primera tecla. La profesora nos asignó salir al patio universitario y buscar algún perfil misterioso o llamativo, ejercicio que me pareció divertido al poder observar las expresiones perennes de desesperación en mis compañeros. Preocupados, deambulaban por la cafetería, la biblioteca y las escaleras. Finalizado el ejercicio, era hora de sentarnos en las computadoras a redactar la crónica, y fue en ese instante que me percaté de que estaba perdido, en medio de las teclas que sonaban como una lluvia. El compañero a mi costado llevaba escrito media carilla; yo, apenas revisaba mis apuntes. Voltear no me consoló: Matías había completado dos párrafos robustos. Me percaté de la diferencia entre el periodista y el escritor, esa relación conflictiva y a la vez endulzante.
La principal diferencia se halla en la presión que sufren ambos; por un lado, en muchas ocasiones el escritor es dueño de su tiempo, al tomarse la libertad de crear los borradores y escenarios que este mismo necesite, con tal de obtener una obra ejemplar; mientras que el periodista sufre la indómita presión de la inmediatez de su área. ¿Eso quiere decir que la labor periodística es más complicada que la literaria? La respuesta es ambigua, dado que la primera es una labor comprometida con la realidad objetiva (la subjetividad nace en los géneros de estilo propio, como el de la crónica), pero la literaria, en cambio, da permiso a la invención de realidades distintas a la nuestra, inspiradas, muchas veces e intrínsecamente, por las anécdotas más chocantes vividas en primera persona. Eso quiere decir que el periodista tiene en sus manos información que no debe ser alterada en ningún sentido. Debe actuar con el mayor grado de responsabilidad al narrar la realidad.
Técnicamente, sí, es más complicado escribir una crónica o reportaje a diferencia de un cuento, pero las respuestas parten, como siempre, de los testimonios personales. Las diferencias provienen del estilo propio, de las manías, de las poliédricas formas de motivación para enfrentar el teclado. Personalmente —si les importa—, suelo atribuirles demasiados borradores a mis historias. Me preocupo de forma exagerada por los detalles y la inexistencia de cabos sueltos, salvo que este último alimente la narración con ocultamientos intencionados, como lo hicieron en su momento Faulkner y Hemingway. Estoy acostumbrado a ser metódico y enfermizo con los apuntes a mano. Por eso, sufrí con la redacción de tan caótica crónica universitaria, hasta el punto de quedar en blanco.
En conclusión, ser periodista amerita obligatoriamente una gran habilidad de síntesis e inmunidad ante el estrés del tiempo que corre. Muchas veces, estaremos obligados a tomar apuntes desde lugares incómodos que conllevan riesgos. ¿Qué pasaría si no estamos preparados para esas situaciones? ¿Correríamos?
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