Mi madre —quien coge un libro esporádicamente— regresó una tarde del Mercado Central que quedaba en el Cercado de Lima. Traía consigo dos libros en la mano. Eran las dos primeras novelas del escritor y periodista peruano
Gustave Courbet, Retrato de Baudelaire, 1848
ALECK NIMA CARRERA
Santander | 18 ENE 2025
Lo que estoy a punto de confesar es un poco vergonzoso, pero, la verdad es que, hace muchos años atrás era bastante reacio con la lectura. Quizás porque era un niño con otro tipo de preferencias en pasatiempos o quizás porque en aquel colegio parroquial donde estudié lo veían como una asignatura más que afectaría en el promedio. Solo imaginen, todos los miércoles, durante la primera hora y media, leer un libro que te han hecho escoger a la fuerza de una larga lista, sin preguntarte si llamaba al menos lo más mínimo de tu atención. Clásicos que, para un chiquillo fanático del <<Spiderman>>—como lo era en aquel entonces y sigo siendo— era una tortura dentro del mismo infierno de Alighieri.
Todo eso cambio cuando conocí la suculentas y socialmente aceptables novelas del niño terrible, Jaime Bayly.
Mi madre —quien coge un libro esporádicamente— regresó una tarde del Mercado Central que quedaba en el Cercado de Lima. Traía consigo dos libros en la mano. Eran las dos primeras novelas del escritor y periodista peruano. Ella afirmaba que estos libros no eran aptos para niños de mi edad. En aquel entonces solo tenía 12 años. Pero verla tumbada en la cama y enganchada a su lectura solo me llenaban de más intriga y obsesión por saber que contenían aquellas páginas.
De vez en cuando me dejaba llevar por la rebeldía, y con toda esa malicia dotada de curiosidad organicé un plan malévolo para poder enterarme lo interesante que eran las novelas de Bayly. Y aquí viene la peor parte, la parte que hasta el día de hoy me carcome. Ese fragmento de la historia que no entendí en aquel entonces siendo un niño. Esos libros estuvieron siempre a mi alcance, en un lugar accesible, lo que significaba que mi madre confiaba en mí.
Siempre aprovechaba su ausencia para leer esos libros prohibidos e intrépidos. Los momentos más benéficos para continuar con mi lectura era cuando mi madre iba al mercado o cuando iba a visitar a alguna de sus amigas. Mi madre confiaba en mí — y claro, lo sigue haciendo —, pero a la edad que tenía no comprendía lo valioso que era ese nivel de confianza. Y cuando sentía que ella estaba a punto de llegar, apuntaba en algún papelito la página donde me había quedado para poder continuar otro día.
Las obra de Bayly me mostraron a muy temprana edad, una visión cruda del mundo así como las realidad relacionadas con las drogas y el sexo.
Hoy en día, sigo leyendo a Bayly, he leído varias de sus obras, así como también soy leal a la columna que publica de manera semanal. Mas eso no elimina el sentimiento de cobardía cuando me acuerdo de aquella travesura. Yo diría que es más un acto de masoquismo seguir leyendo a Bayly con el recuerdo de aquella tarde que desobedecí a mi madre.
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